martes, 4 de noviembre de 2025

Y la nave va (E la nave va, 1983). Federico Fellini


Primera Guerra Mundial (1914-1918). En julio de 1914, un barco de lujo zarpa desde Italia con los restos mortales de la famosa cantante de ópera Tetua. En el barco van sus amigos, famosos cantantes de ópera, y gente entre exótica y extravagante. La vida a bordo es dulce, pero al tercer día de singladura surge un problema: hay que salvar a unos refugiados serbios, que han huido de la guerra y se encuentran perdidos en el mar.

No cabe, sin embargo, buscar un rigor narrativo en Fellini. “Y la nave va”, con su cínico encogimiento de hombros ante el funeral de la Europa del primer cuarto de siglo, o frente a los conceptos de poder o riqueza, de triunfo y de fracaso, es una revista de variedades, presentada con una cierta sofisticación, donde se dan cita la nostàlgia, el humor –con alguna pincelada marrón-, lo grotesco, lo romántico, lo ridículo y lo grandioso. (Pedro Crespo en ABC del 22 de enero de 1985)

Ver una película de Federico Fellini no es un acto pasivo; es una capitulación. Es aceptar ser arrojado a un torbellino de extravagancia y emoción pura, un universo regido no por la lógica, sino por el capricho del maestro. Y la nave va (1983) es quizás la destilación más perfecta de esta experiencia: un lujoso transatlántico, poblado por divas de la ópera, aristócratas decadentes y personajes excéntricos, que zarpa en una misión fúnebre aparentemente sin rumbo claro. La cámara nos arrastra a través de escenas surrealistas y un humor melancólico, dejándonos con la sensación de flotar en un sueño lúcido.
Sin embargo, bajo su superficie de fantasía, se esconde una obra de precisión milimétrica, una densa red de significados y decisiones artísticas deliberadas. Lejos de ser un mero capricho, Y la nave va es una profunda meditación sobre el arte, la decadencia de una civilización y la naturaleza misma de la realidad. 

Desde el inicio del filme, Fellini nos advierte de su juego. Un personaje, contemplando una puesta de sol, exclama proféticamente: «¡Qué maravilla! ¡Parece un decorado!». Esta frase, que podría parecer un comentario pasajero, es la clave de bóveda de toda la película, una promesa que se cumple en uno de los gestos más audaces de la historia del cine. Justo en el clímax de la catástrofe, cuando el barco se hunde, Fellini rompe la cuarta pared y destruye la ilusión que ha construido durante dos horas. La cámara se aleja para revelarnos la verdad: el majestuoso océano no es más que un mar de tela plástica, y el barco se balancea sobre una gigantesca estructura mecánica dentro de un estudio de Cinecittà.

Este golpe de efecto no busca disminuir su obra, sino magnificar su mensaje. En una reveladora entrevista de 1983, Fellini explicó su intención: frente a una catástrofe inevitable, el único deber que nos queda es el de "testimoniar". La revelación del estudio no es una confesión de falsedad, sino una declaración de principios. La cámara, la tela y la maquinaria son los instrumentos de Fellini para cumplir con su deber de testigo, demostrándonos que incluso una ilusión, construida con arte y propósito, puede contar la más profunda de las verdades sobre nuestra frágil existencia.

El viaje del transatlántico Gloria N. es, en la superficie, una procesión fúnebre para esparcir las cenizas de la gran diva Edmea Tetua. Sin embargo, el luto que impregna la película es mucho más profundo. Y la nave va es una elegía, una solemne despedida al arte que Fellini tanto amaba. En los años ochenta, era un testigo melancólico de cómo la televisión ganaba terreno, vaciando las salas y transformando la cultura visual. El propio director lamentaba cómo este nuevo medio provocaba una "desrealización" continua, creando una "placenta" o "bolsa amniótica" que nos protegía de la realidad, despojando a los eventos de toda emoción y responsabilidad.

En este contexto, el barco se convierte en una metáfora del propio cine: un mundo glorioso, artificial y lleno de personajes más grandes que la vida, que navegaba inexorablemente hacia su propio final o, al menos, hacia una profunda transformación. La película es el "emotivo testamento cinematográfico" de Fellini, una última ópera nostálgica dedicada a la magia de la gran pantalla, justo antes de que el telón cayera sobre una época dorada.

Pocos elementos en la filmografía de Fellini han desconcertado tanto como la misteriosa presencia de un rinoceronte enfermo en la bodega del Gloria N.. Este detalle, aparentemente absurdo, ha generado innumerables interpretaciones simbólicas, algo que exasperaba profundamente al director, quien siempre se resistió a la sobreintelectualización de su obra. En una ocasión, declaró:
«Me gustaría que en la entrada de los cines se colocaran unos carteles que digan: 'No hay nada más de lo que ven'. O bien: 'No se esfuercen en ver qué hay detrás. De lo contrario, correrán el riesgo de no ver ni siquiera lo que hay delante'.»

A pesar de su reticencia, Fellini dejó caer una posible clave sobre el animal. En un mundo al borde del colapso, el rinoceronte podría simbolizar "el intento de recuperar la parte inconsciente, profunda, saludable de nosotros mismos". Según esta visión, la única forma de evitar el desastre total no reside en la sofisticación de la élite, sino en reconectar con algo primario y puro. Así, el rinoceronte—arcaico, silencioso y ajeno al drama humano—se erige no como un enigma a resolver, sino como la única ancla de esperanza en pleno naufragio de la civilización.

La historia está ambientada en julio de 1914, en las vísperas del estallido de la Primera Guerra Mundial, el cataclismo que pondría fin a una era. Los pasajeros del Gloria N. son la encarnación de esa época: una élite artística y aristocrática decadente, ajena al desastre inminente. Absortos en sus rituales vacíos, los vemos hipnotizar a una gallina en la cocina, celebrar un concierto improvisado con copas de agua o desatar un duelo de egos operístico en la infernal sala de calderas.

Como señaló Alberto Moravia tras su ovacionada presentación en el Festival de Venecia, Fellini logró captar "brillantemente la sociedad del final de la Belle epoque, vacía de humanidad y excesivamente artificial". La película conecta directamente con el mito medieval del Narrenschiff (La nave de los locos), presentando al transatlántico como un microcosmos de una civilización que, cegada por su propio ego, navega alegremente hacia su autodestrucción. Los refugiados serbios que son rescatados no son vistos como seres humanos, sino como una curiosidad exótica, reflejo de la total desconexión de esta élite con la cruda realidad que está a punto de devorarla.

A menudo imaginamos a genios como Fellini recibiendo sus ideas en un relámpago de inspiración divina. La realidad, como revela el propio director, suele ser mucho más humilde. La chispa inicial para Y la nave va no provino de un sueño febril, sino de un simple recorte de periódico que guardaba en su escritorio, el cual narraba el último deseo de una cantante de ópera: ser incinerada y que sus cenizas fueran esparcidas en el mar, frente a la costa de la isla donde había nacido.
Esta anécdota, aparentemente humilde, encontró su eco en el mundo real pocos años antes del rodaje, con el célebre destino de las cenizas de María Callas, esparcidas en el mar Egeo en 1979. Así, la imaginación de Fellini absorbió y transformó un evento cultural contemporáneo en un mito cinematográfico atemporal.

La genialidad final de Y la nave va reside en su suprema paradoja: es una película que utiliza el artificio más descarado para revelar la verdad más cruda, un funeral que celebra la inmortalidad del arte y una comedia que llora la inevitable decadencia de una civilización. Fellini nos invita a bordo no solo para despedir a una diva, sino para confrontar la naturaleza ilusoria de nuestro propio mundo. Al final, ¿no somos todos pasajeros de una nave extravagante, conscientes de que el mar sobre el que navegamos podría ser tan solo una hermosa ilusión a punto de desvanecerse?

Película estrenada en Madrid el 18 de enero de 1985 en los cines Azul, Urquijo y Minicine.

Reparto: Freddie Jones, Barbara Jefford, Victor Poletti, Norma West, Peter Cellier, Elisa Mainardi.


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